viernes, 27 de marzo de 2015

De vuelta por vacaciones

Sé que llevo mucho tiempo sin publicar nada. ¿Los motivos? Mi vida recuperada me ocupaba todo mi tiempo y mi capacidad de atención no es demasiado multitarea que digamos.

¿Qué ha pasado en este tiempo? ¿Qué ha sido de mí?

Los que me conocéis ya sabéis que todo va bien. La vida sigue su curso.

Es curioso, porque después del tratamiento, después de mis últimas entradas en este blog. El miedo hizo acto de presencia con una fuerza desestabilizadora. Justo cuando parecía que todo estaba arreglado.

Quizás se deba a que esta enfermedad tiene la bonita costumbre de no facilitar respuestas. No sabemos las causas, no sabemos nada del futuro, no estamos seguros del presente. Y claro, mientras luchas, el objetivo está claro y las fuerzas enfocadas. Pero, ¿y después? ¿Cuánto tiempo se tarda en mirar a la vida de frente?

En mi caso, el miedo ha desenfocado mi vida en estos últimos meses. Un miedo latente, algunos días más protagonista; en otros, un actor secundario que no me dejaba disfrutar de lo que tenía.

Incluso leerle cuentos a L. se me ha hecho difícil al comienzo: ¿podría leerle siempre cuentos a este niño feliz?

Pero claro, andando el tiempo; después de que los animales insistieran noche tras noche en comer un pedacito de luna, dejándola rota y triste, poco a poco, la sensación ya no es dramática. Nos quedamos con la parte en la que los animales duermen, todos juntos y felices. La tristeza de la luna se mitiga porque, cada noche, luce completa y sonriente en la portada del cuento.

Al comienzo de curso me preguntaba si podría estar con mis chicos todo el curso. ¿Superaría el primer trimestre? ¿O me tendría que conformar con llegar hasta Navidad? Y lo cierto es que llegó diciembre, llegó enero y, sin esperarlo, ya estaba corrigiendo cuadernos, trabajos y exámenes.

Pestañeé con fuerza y ya estábamos en marzo.

La luna del cuento y yo vamos perdiendo el miedo a haber perdido un pedacito de seguridad, de cuerpo y de salud. Solo se trata de vivir cada día y comenzar el cuento por el principio.

Y la prueba de ello es que aquí estoy, dispuesta a seguir contando la 2ª parte de este viaje vital. Una parte en la que hay un niño de dos años dando toda la guerra que puede, pero que acaba cada guerra con una sonrisa; una profesora empeñada en ser feliz dando clase, con unos chicos que luchan contra sus ganas de salir por una ventana y no volver a pisar una clase... En fin, una segunda parte llena de vida.

Os abrazo a todos, lectores antiguos, lectores nuevos, no lectores. Se os quiere desde todas las esquinas.

NOTA: El maravilloso cuento que leemos cada noche desde hace cien es "¿A qué sabe la luna?".





miércoles, 6 de agosto de 2014

EL SUEÑO DEL BEBÉ, DE UN BEBÉ QUE YA NO LO ES TANTO

Este es uno de los posts que más ganas tenía de escribir... Tiene que ver con L. y todo el proceso que hemos seguido hasta hoy, que duerme tranquilamente y a sus anchas en cualquier sitio: la cunita en nuestro cuarto, en su cuarto, en un restaurante de Fados...

Para llegar hasta ahí no he seguido a Estivill (demoño, demoño). Ni siquiera he seguido el libro cualquier otro libro que trate del sueño sin lágrimas... he seguido mi propia intuición, la de L. y el devenir de los acontecimientos.

Cuando L. nació, no durmió en su cuna del hospital ni una sola vez. A mí me parecía extraño eso de que saliera un bebé del confortable y redondito útero y le pusiéramos a dormir en una cuna de cristal, fría, dura y cuadrada. No me encajaban las formas (jeje).
Así que L. durmió esas primeras noches conmigo, aunque mis brazos se quedasen petrificados rodeándole en la misma postura. Creo que por estar tan cerquita, L. nunca necesitó llorar al dormir, para reclamar nada. Bastaba un pequeño gesto para que le ofreciese el pecho.
Después, en casa, la rutina fue similar, aunque combinamos cuna, cama y brazos. Es decir, se dormía en mis brazos, después del pecho; le pasábamos a la cuna y después, cuando se despertaba para comer, a la cama, con nosotros.
La verdad es que nunca hice mucho esfuerzo por despertarme para devolverlo a su cuna después de la toma. Más que nada, porque cuando me quería dar cuenta, llegaba el siguiente turno.
Así estuvimos hasta que a los 6 meses (más o menos) sentí la necesidad de enseñarle a dormir por su cuenta para prepararle cuando fuera a la guarde. Entonces sí que leí libros sobre cómo dormir a los bebés, pero no los seguí a rajatabla. Me daban ideas que yo iba poniendo en práctica los consejos según iba viendo (nunca leí a Stivill más que algún resumen de Internet para comprobar lo opuesto que está a mis ideas sobre la crianza).
Esta etapa nos costó un poco, porque L. no se convencía de que su cuna no tenía clavos. Solía dejarle en la cuna, él lloraba y después lo cogía o no, según como se hubiese puesto de nervioso y comprobando si había marcha atrás o no (cada madre intuirá cuando es un llanto sin solución o quizás amaine la tormenta). Hasta que, de vez en cuando, se quedaba en la cunita durmiendo. Entonces recuerdo que era mucho más fácil que se durmiera en las siestas de primera hora de la tarde que por las noches.
Después comenzó la guarde y allí dormía sin problema, mi principal preocupación. A partir de ese momento, me centré en las noches. Seguíamos combinando brazos y cuna. Seguíamos combinando cuna y cama de madrugada. Solía despertarse a las 3 o las 4 y, entonces, lo pasábamos a nuestra cama. A todo esto, por supuesto, seguíamos manteniendo la cama en nuestro cuarto.
Comencé a pensar que tenía que aprender a dormirse solo en la cunita. Al comienzo le hacía chantaje emocional: le quitaba el chupe y le colocaba en posición horizontal. Él lloraba, no entendía muy bien este juego que me traía yo.
Hasta que dejé de hacerlo, no me parecía del todo bien y me resultaba muy cansado. De este condicionamiento le queda que, a día de hoy, siempre que le digo "¡A dormir!", lo mismo que le decía al quitarle el chupe, se tira al colchón de bruces, como si le hubiera apretado un botón de "off", muy gracioso.
Después de este condicionamiento muy a lo Pavlov, comencé a esforzarme mucho... le colocaba tumbado, le ponía música, le cantaba, le daba la mano, le acariciaba... todo un cansancio de parafernalia. Hasta que un día me dije: "Ya va siendo hora de que haga él el trabajo".
Desde entonces le ponemos en la cuna, nos tumbamos a su lado (su padre o yo) y esperamos a que se duerma. El sueño acaba por llegar y, si no, le ponemos su canción de cuna (tenemos una que le neutraliza maravillosamente) o le cogemos, aunque solemos intentar esperar a que se vaya durmiendo.
Este verano, cuando L. ya ha cumplido el año y medio, nos hemos decidido a pasarle a su cuarto. Nuestro límite era cuando durmiese del tirón y no se despertase durante la noche, porque de otro modo sería más un suplicio para nosotros ir hasta su cuarto para acabar los tres en nuestra cama.
Nos daba miedo que fuese muy tarde y que él ya fuese muy consciente del cambio, que berrease desde su cuna, que sintiese que le habíamos alejado de nosotros...
Pero todo ha sido tremendamente fácil. Sí sentimos que llora con cierto desconsuelo al despertarse... pero lo hace a las 9 de la mañana, después de dormir del tirón toda la noche. Así que hemos dado por cumplido el objetivo.
Más que cumplido... sobrepasado con creces. A día de hoy podemos salir a cenar con amigos, ya sea fuera de casa o en otra casa, que ponemos a L. en su carrito y se duerme sin demasiada complicación. También podemos dejarle dormir en el coche, que cuando lo traspasamos a la cuna (previo cambio de ropa si no le hemos puesto antes el pijama) ni se inmuta.

Creo que todo esto lo hemos conseguido con la confianza de L., desde el primer día nos ha sentido cerca. Ha sentido mi contacto tan cerquita, que no le ha echo falta llorar. Ni desvelarse demasiado por las noches.

Y tú... si eres una mami o un papi que me lees... mi consejo es que sigas tu ritmo, el de tu hijo. Lee, busca consejo, pero no fuerces, no es necesario. Decide tú qué es lo que quieres: colecho, cuna, cerquita, más lejos, antes o después... pero tu hijo debería sentirte siempre cerca, siempre disponible. Porque un bebé solo necesita confianza para crecer seguro.

Seguid vuestro propio camino. 

EL SÍNDROME DE DAMOCLES

A todo se le acaba poniendo un nombre, incluso a los sentimientos más lógicos y normales que podamos tener. En el caso del cáncer, en el caso del miedo a que vuelva, a despertarnos otra vez en la casilla de salida, se llama "síndrome de Damocles".
Es común que el paciente de cáncer sienta de nuevo miedo, como una espada pendiendo de un hilo sobre su cabeza, si a alguien de su entorno le es diagnosticada la enfermedad o si se acercan revisiones o pruebas médicas.
En mi caso, algo de cada ha habido (gracias a Dios, ha sido solo un poquito), pero lo suficiente como para sumergirme en mis cavilaciones sobre mí, sobre mi vida, sobre mi miedo a que L. no pueda contar conmigo para crecer. Quizás este último punto es el que más me ha aterrado. Aunque se pueda pensar que un hijo es la mayor de las energías para salir adelante (que lo es), también es el mayor de los terrores: que tu hijo viva en carne propia el destino del pobre Bambi.
¿El resultado? Mucho mal humor, muchas dudas, muy poco disfrutar de lo más bello de la vida... en fin, un ciclo del que es difícil salir.
Hasta que ayer, sentada en Urgencias por un dolor en el abdomen al que no sabíamos poner nombre, recibí el mensaje alto y claro de un sabio doctor: "¡Levántate inmediatamente de ahí y vete a disfrutar de la tarde!". Era el resorte que necesitaba para salir de mi neblina oscura y comenzar a creer en mí misma y en mi cuerpo.
Aún así, no creáis, no fue fácil. Aunque P. me animara, yo seguía con un nudo en el estómago, atado a todas las salas de espera que me habían tocado esa mañana (y no habían sido pocas).
Hasta que llegué a casa. L. dormía en su cuna (en su cuarto, ese es otro maravilloso post que os debo), hasta que en un momento dado se despertó y lo cogí.
Entonces sentí su cuerpecito contra mi piel, le abracé como lo llevo haciendo desde que nació, me di cuenta de lo que había crecido desde entonces y volví a anclarme a la vida; o él me ancló a la mía. Ya no sé...
El caso es que han vuelto las energías, han desaparecido las nubes y el horizonte parece por fin despejado. Y el miedo... bueno, no sé si mañana volverá, porque a veces el miedo es tan insistente que parece más real que la vida misma. Ahora sé más de la muerte que al principio, aunque ese conocimiento me sirve más como experiencia que como herramienta para mi día a día. La muerte está ahí, es una certeza ahora, pero no me sirve para vivir, al menos no para mirar a la cara a cada día y a cada uno de los que me quieren.


De vuelta...

Disculpadme, lo primero, por haber tardado meses en volver a escribir una entrada. Pero el invierno ha sido largo para mí, casi podría decir que ha llegado hasta agosto. Sí, no han sido unos meses en los que mirara demasiado por la ventana. No me entendáis mal, he seguido haciendo vida absolutamente normal, he llevado a Lucas al parque, he salido de compras, he quedado con amigos (vosotros lo sabéis).
Pero unos nubarrones negros siempre me han obligado a mantener la cabeza ligeramente inclinada, mirando al suelo. No tan levantada como antes, cuando os transmitía toda la fuerza que tenía. Me preguntaba qué os iba a escribir aquí que pudiera animar a todos aquellos que están en mi situación o qué iban a pensar todas aquellas personas que me quieren, me leen y en estas líneas encuentran la confirmación de que no deben preocuparse, que todo está en orden.
Así que he estado muda.
Y hoy... bueno, supongo que la química va desapareciendo de mi cuerpo poco a poco y me voy recuperando a mí misma en su mejor versión. Pero, sobre todo hoy, tengo tiempo y ganas. ¡Tiempo y ganas! Así que aquí estoy.
Hay muchas cosas que me gustaría contaros, mías y de L. Así que iré de a poquitos, de post en post a ver qué sacamos en claro.

Hace poco leí un folleto magnífico sobre el síndrome de Damocles (otro futuro post, no os lo perdáis) que incorporaba una entrevista a una mujer que había superado un cáncer. Toda la entrevista era maravillosamente optimista (igual que mi blog, jeje). Hasta que, en un momento dado, ella comentaba que los efectos emocionales que había tenido la enfermedad para ella debían ser motivo de una futura entrevista, en otra ocasión.
Me quedé con las ganas de que ella compartiera con todos las dificultades que se había ido encontrando en el camino. Pero como todo se quedó en una bonita, luminosa, pero incompleta entrevista; me gustaría contaros esos pequeños baches cotidianos que quizá a alguien le permitan no sentirse solo.


viernes, 23 de mayo de 2014

LA COMIDA Y EL DIFÍCIL EQUILIBRIO

Llevo ya tiempo con este post atascado en la cocina. Y nunca mejor dicho en la cocina, porque se trata de L. y su alimentación, el gran reto que se nos plantea a los dos, es más, a los tres. Porque al principio la comida de L. era cosa mía, pero ahora ya su padre es uno más en las disquisiciones alimentarias.

La alimentación de un bebé es una tarea de lo más complicada, a no ser que tengas un glotón por hijo. Pero si te pasa como a mí, que L. nació chef y de la nueva cocina, esa en la que se come en platos minúsculos; entonces esta entrada te interesa, o al menos eso espero.

L. ya daba muestras de ser todo un sibarita desde que tomaba pecho, porque tenía etapas de comer solo cinco minutos, para mi preocupación. Pero entonces era plato único y él se regulaba a sí mismo, así que yo no tenía mucho que hacer. Ahora bien, llegaron los 6 meses y empezó el campeonato de salto de altura: cuando ya has conseguido llegar a un punto (que lo tuyo te ha costado), debes saltar un poco más alto: las papillas de cereales, de verduras, de fruta, los trocitos... así hasta que coma de todo. Esto es, me supongo yo, a los 18 años.

Empezar con las papillas fue toda una guerra de mejunjes que acababan en la pila. Hasta que me di cuenta de que el salao de L. prefería la papilla con gluten, aunque solo fuese una cucharadita. Entonces empezó a devorar las papillas, eso sí, dejando el pecho arrinconado (y menos mal, porque si no me hace el favor, lo mismo no lo cuento).

Entonces tomaba bien la papilla de frutas y los purés de verduras le costaron un montón. Ahora no los toma más que en la guarde (la odio y la amo a partes iguales), porque en casa ha decidido que solo potitos, que mis purés no están a la altura de su paladar; y la fruta, que en fin de semana no hay necesidad.

Y para terminar de enredar esta madeja alimentaria, están los pediatras y enfermeras. Tengo que decir que sé que nos intentan guiar, apoyar y acompañar. Pero a veces el resultado es que los padres nos volvemos como pollos sin cabeza, intentando cumplir sus recomendaciones. Cuando ya parece que hay un sistema que funciona, te dicen: no, mejor verdura. Y hala, a cambiar los trocitos que ya comía solo, por potitos, que llevan verdura (como ya he dicho, del puré casero, pasa). Pero luego vuelves al médico y otra vez: no, mejor que coma trocitos. O, lo que le pasó a una amiga mía, cuando la única comida que come mejor es el desayuno, con su magnífico biberón con cereales, te dicen: ya va siendo mayor para biberón, intenta variar el desayuno.

Llegados a este punto, me planteo escuchar, apuntar para el futuro e ir aplicando poco a poco cada consejo, sin intentar cambiar del biberón a las tostadas de un día para otro (o de una semana para otra, o de un mes para otro...). Cada cambio necesita su tiempo y del consentimiento del enano, que son enanos, pero no tontos.

Siguiendo con el tema que nos trae... Ayer estuvimos en la reunión de la guardería, en la que te ponen un video de cómo es el día en la guarde ahora, a final de curso. Y ahí estaba mi L., comiendo solito, con su cuchara, la fruta, la verdura, el arroz con tomate... vamos, que como todos los niños, L. se transforma en una versión mejorada del L. en la guarde, una especie de súper L.

Así que de vuelta a casa le pongo pasta con tomate y jamoncito, a ver si me enseña esa faceta suya escondida... pero no, hace catapulta con la cuchara y consigue que su padre tenga tomate hasta en el pelo. Cuando ya se desespera, porque realmente tiene hambre, busca un plato alternativo (error de principiante en el que hemos caído) y, al no verlo, se echa a llorar de desesperación y consiente en tomar un poco del jamón ese manchado de rojo que es lo único que puede identificar como comestible. Su padre y yo nos comemos el resto de la pasta y él se acaba su biberón de 300 muerto de sueño y con los ojos cerrados... demasiada batalla para las horas que eran.

¿Conclusiones? Tener paciencia, ser más cabezota que él a la hora de ir proponiéndole cosas nuevas, no ofrecerle platos alternativos (esto es de manual, lo sé) y los cambios de a poquitos... cosas lógicas que pasan por la más importante: L. tiene su propia forma de afrontar la comida y lleva siendo así desde que nació, así que hay que contar con ello. Y eso sí, viendo el video de la guardería, me planteo que hay que ponerles un poco más alto el listón, para que ellos se esfuercen por llegar; pero con la paciencia de respetar que no lo quieran saltar o que todavía no lleguen.

En fin, difícil equilibrio.





miércoles, 30 de abril de 2014

FRAGILIDAD

Antes de tener cáncer sentía que era inmortal, aunque siempre he sido muy prudente. Pero la muerte para mí era una ensoñación lejana que poco tenía que ver con mi día a día. Así que dejaba que la rutina me arrastrase y que el cielo me pasase día tras día tras día sobre la cabeza sin mucha inquietud y siempre dejando que mis emociones me arrastrasen hacia uno u otro lado.

Ahora, enferma y sana a la vez, descubro mi fragilidad a raíz no ya del cáncer, que es una papeleta, pero ahí estamos, luchando cada día y curándonos si nadie dice lo contrario. Me sentí frágil el día que me pusieron el catéter para recibir la última tanda de quimio (maravillosamente suave, también hay que decirlo). Mis venas ya no son lo que eran y tuvieron muchos problemas para encontrar el punto en el que debían meterme la guía que debe llegar hasta las vías centrales. Una vez que lo consiguieron (al tercer pinchazo), sentí una presión en el pecho, algo de ansiedad. Se lo dije a las enfermeras y cambiaron el rumbo de la guía, por lo que debo pensar que andaban tocando algo que no debían, probablemente el corazón. Después sentí un fuerte latigazo en el cuello, como el comienzo de una contractura brutal. Pero no... volvían a tocar algo que no debían, ¿un nervio?

En fin... de pronto sentí que una operación rutinaria para ponerme una medicación estaba alternado puntos de mi cuerpo demasiado íntimos, tanto que ni yo los he visto nunca. Me di cuenta de que sí, somos una máquina perfecta, pero vulnerable y mucho.

El resto de la semana (o al menos los primeros días) me la pasé preocupada por el dichoso catéter, sintiendo de nuevo pequeños pinchazos musculares (que se debían a la quimio en sí misma, probablemente) y dudando de si el tubito dichoso estaba en su sitio o se había escapado por algún misterioso conducto.

Ayer me pusieron una nueva tanda de quimio y todo está en su sitio. Además me deja hacer vida completamente normal, porque el mayor efecto secundarios son unos bonitos coloretes al estilo Heidi.

Eso sí... la enseñanza que creo haber aprendido es a cuidar mucho de este cuerpo nuestro, mimarlo y aprovechar el contacto con el mundo que nos ofrece, que no es tan eterno como lo sentimos a diario y es una suerte poder disfrutarlo. 

UNA DESPEDIDA (.)

Esta entrada la publico por aclamación popular. Hacía ya tiempo que me reclamaban este poema. El poema de la despedida... de la despedida de mi pecho, no nos vayamos a asustar sin motivo.

Lo escribí unos días antes de la operación, inspirada por el magnífico Albert Espinosa y su libro El mundo amarillo. Él se dejó una pierna en la lucha contra el cáncer, pero en lugar de sentir la pérdida, le hizo una fiesta, convocando a todos los que habían disfrutado de su existencia de una u otra manera.

(No busquéis mucha rima o métrica, porque no creo que la haya y si hay algo, sería una sorpresa.)

He sido muy feliz junto a ti.

Tardaste mucho en darte a conocer,
pensé que nunca llegarías.
Pero cuando lo hiciste...
me hiciste más bella.
Eres todo lo que se puede pedir:
liviana, redonda, sonrosada...
Magnífica, tanto, tanto,
que no sé si tendría que llamar
a los que te han besado
para que se reúnan a llorarte,
aunque seguro basta el último
para hacerte el duelo.

Te recordaré siempre,
cómo me hiciste sentir,
joven y guapa, mujer.
Y después...
después cumpliste con tu labor primera,
con tu sentido ser.
Le diste a él todo lo que pudiste,
amor y calor, alimento y maná.
Yo solo pude asombrarme,
observar en silencio,
maravillarme.

Así que ahora, que nos toca despedirnos.
Que debo elegir entre tú y la vida.
Ahora solo puedo darte las gracias,
mirarte por última vez fijamente,
antes de la despedida.

Me habría gustado envejecer juntas,
pero ahora sé que esa no es una opción,
te dejo atrás
y miro adelante
con una sonrisa y solo una tristeza pequeña.
Minúscula.

Adiós.