miércoles, 6 de agosto de 2014

EL SUEÑO DEL BEBÉ, DE UN BEBÉ QUE YA NO LO ES TANTO

Este es uno de los posts que más ganas tenía de escribir... Tiene que ver con L. y todo el proceso que hemos seguido hasta hoy, que duerme tranquilamente y a sus anchas en cualquier sitio: la cunita en nuestro cuarto, en su cuarto, en un restaurante de Fados...

Para llegar hasta ahí no he seguido a Estivill (demoño, demoño). Ni siquiera he seguido el libro cualquier otro libro que trate del sueño sin lágrimas... he seguido mi propia intuición, la de L. y el devenir de los acontecimientos.

Cuando L. nació, no durmió en su cuna del hospital ni una sola vez. A mí me parecía extraño eso de que saliera un bebé del confortable y redondito útero y le pusiéramos a dormir en una cuna de cristal, fría, dura y cuadrada. No me encajaban las formas (jeje).
Así que L. durmió esas primeras noches conmigo, aunque mis brazos se quedasen petrificados rodeándole en la misma postura. Creo que por estar tan cerquita, L. nunca necesitó llorar al dormir, para reclamar nada. Bastaba un pequeño gesto para que le ofreciese el pecho.
Después, en casa, la rutina fue similar, aunque combinamos cuna, cama y brazos. Es decir, se dormía en mis brazos, después del pecho; le pasábamos a la cuna y después, cuando se despertaba para comer, a la cama, con nosotros.
La verdad es que nunca hice mucho esfuerzo por despertarme para devolverlo a su cuna después de la toma. Más que nada, porque cuando me quería dar cuenta, llegaba el siguiente turno.
Así estuvimos hasta que a los 6 meses (más o menos) sentí la necesidad de enseñarle a dormir por su cuenta para prepararle cuando fuera a la guarde. Entonces sí que leí libros sobre cómo dormir a los bebés, pero no los seguí a rajatabla. Me daban ideas que yo iba poniendo en práctica los consejos según iba viendo (nunca leí a Stivill más que algún resumen de Internet para comprobar lo opuesto que está a mis ideas sobre la crianza).
Esta etapa nos costó un poco, porque L. no se convencía de que su cuna no tenía clavos. Solía dejarle en la cuna, él lloraba y después lo cogía o no, según como se hubiese puesto de nervioso y comprobando si había marcha atrás o no (cada madre intuirá cuando es un llanto sin solución o quizás amaine la tormenta). Hasta que, de vez en cuando, se quedaba en la cunita durmiendo. Entonces recuerdo que era mucho más fácil que se durmiera en las siestas de primera hora de la tarde que por las noches.
Después comenzó la guarde y allí dormía sin problema, mi principal preocupación. A partir de ese momento, me centré en las noches. Seguíamos combinando brazos y cuna. Seguíamos combinando cuna y cama de madrugada. Solía despertarse a las 3 o las 4 y, entonces, lo pasábamos a nuestra cama. A todo esto, por supuesto, seguíamos manteniendo la cama en nuestro cuarto.
Comencé a pensar que tenía que aprender a dormirse solo en la cunita. Al comienzo le hacía chantaje emocional: le quitaba el chupe y le colocaba en posición horizontal. Él lloraba, no entendía muy bien este juego que me traía yo.
Hasta que dejé de hacerlo, no me parecía del todo bien y me resultaba muy cansado. De este condicionamiento le queda que, a día de hoy, siempre que le digo "¡A dormir!", lo mismo que le decía al quitarle el chupe, se tira al colchón de bruces, como si le hubiera apretado un botón de "off", muy gracioso.
Después de este condicionamiento muy a lo Pavlov, comencé a esforzarme mucho... le colocaba tumbado, le ponía música, le cantaba, le daba la mano, le acariciaba... todo un cansancio de parafernalia. Hasta que un día me dije: "Ya va siendo hora de que haga él el trabajo".
Desde entonces le ponemos en la cuna, nos tumbamos a su lado (su padre o yo) y esperamos a que se duerma. El sueño acaba por llegar y, si no, le ponemos su canción de cuna (tenemos una que le neutraliza maravillosamente) o le cogemos, aunque solemos intentar esperar a que se vaya durmiendo.
Este verano, cuando L. ya ha cumplido el año y medio, nos hemos decidido a pasarle a su cuarto. Nuestro límite era cuando durmiese del tirón y no se despertase durante la noche, porque de otro modo sería más un suplicio para nosotros ir hasta su cuarto para acabar los tres en nuestra cama.
Nos daba miedo que fuese muy tarde y que él ya fuese muy consciente del cambio, que berrease desde su cuna, que sintiese que le habíamos alejado de nosotros...
Pero todo ha sido tremendamente fácil. Sí sentimos que llora con cierto desconsuelo al despertarse... pero lo hace a las 9 de la mañana, después de dormir del tirón toda la noche. Así que hemos dado por cumplido el objetivo.
Más que cumplido... sobrepasado con creces. A día de hoy podemos salir a cenar con amigos, ya sea fuera de casa o en otra casa, que ponemos a L. en su carrito y se duerme sin demasiada complicación. También podemos dejarle dormir en el coche, que cuando lo traspasamos a la cuna (previo cambio de ropa si no le hemos puesto antes el pijama) ni se inmuta.

Creo que todo esto lo hemos conseguido con la confianza de L., desde el primer día nos ha sentido cerca. Ha sentido mi contacto tan cerquita, que no le ha echo falta llorar. Ni desvelarse demasiado por las noches.

Y tú... si eres una mami o un papi que me lees... mi consejo es que sigas tu ritmo, el de tu hijo. Lee, busca consejo, pero no fuerces, no es necesario. Decide tú qué es lo que quieres: colecho, cuna, cerquita, más lejos, antes o después... pero tu hijo debería sentirte siempre cerca, siempre disponible. Porque un bebé solo necesita confianza para crecer seguro.

Seguid vuestro propio camino. 

EL SÍNDROME DE DAMOCLES

A todo se le acaba poniendo un nombre, incluso a los sentimientos más lógicos y normales que podamos tener. En el caso del cáncer, en el caso del miedo a que vuelva, a despertarnos otra vez en la casilla de salida, se llama "síndrome de Damocles".
Es común que el paciente de cáncer sienta de nuevo miedo, como una espada pendiendo de un hilo sobre su cabeza, si a alguien de su entorno le es diagnosticada la enfermedad o si se acercan revisiones o pruebas médicas.
En mi caso, algo de cada ha habido (gracias a Dios, ha sido solo un poquito), pero lo suficiente como para sumergirme en mis cavilaciones sobre mí, sobre mi vida, sobre mi miedo a que L. no pueda contar conmigo para crecer. Quizás este último punto es el que más me ha aterrado. Aunque se pueda pensar que un hijo es la mayor de las energías para salir adelante (que lo es), también es el mayor de los terrores: que tu hijo viva en carne propia el destino del pobre Bambi.
¿El resultado? Mucho mal humor, muchas dudas, muy poco disfrutar de lo más bello de la vida... en fin, un ciclo del que es difícil salir.
Hasta que ayer, sentada en Urgencias por un dolor en el abdomen al que no sabíamos poner nombre, recibí el mensaje alto y claro de un sabio doctor: "¡Levántate inmediatamente de ahí y vete a disfrutar de la tarde!". Era el resorte que necesitaba para salir de mi neblina oscura y comenzar a creer en mí misma y en mi cuerpo.
Aún así, no creáis, no fue fácil. Aunque P. me animara, yo seguía con un nudo en el estómago, atado a todas las salas de espera que me habían tocado esa mañana (y no habían sido pocas).
Hasta que llegué a casa. L. dormía en su cuna (en su cuarto, ese es otro maravilloso post que os debo), hasta que en un momento dado se despertó y lo cogí.
Entonces sentí su cuerpecito contra mi piel, le abracé como lo llevo haciendo desde que nació, me di cuenta de lo que había crecido desde entonces y volví a anclarme a la vida; o él me ancló a la mía. Ya no sé...
El caso es que han vuelto las energías, han desaparecido las nubes y el horizonte parece por fin despejado. Y el miedo... bueno, no sé si mañana volverá, porque a veces el miedo es tan insistente que parece más real que la vida misma. Ahora sé más de la muerte que al principio, aunque ese conocimiento me sirve más como experiencia que como herramienta para mi día a día. La muerte está ahí, es una certeza ahora, pero no me sirve para vivir, al menos no para mirar a la cara a cada día y a cada uno de los que me quieren.


De vuelta...

Disculpadme, lo primero, por haber tardado meses en volver a escribir una entrada. Pero el invierno ha sido largo para mí, casi podría decir que ha llegado hasta agosto. Sí, no han sido unos meses en los que mirara demasiado por la ventana. No me entendáis mal, he seguido haciendo vida absolutamente normal, he llevado a Lucas al parque, he salido de compras, he quedado con amigos (vosotros lo sabéis).
Pero unos nubarrones negros siempre me han obligado a mantener la cabeza ligeramente inclinada, mirando al suelo. No tan levantada como antes, cuando os transmitía toda la fuerza que tenía. Me preguntaba qué os iba a escribir aquí que pudiera animar a todos aquellos que están en mi situación o qué iban a pensar todas aquellas personas que me quieren, me leen y en estas líneas encuentran la confirmación de que no deben preocuparse, que todo está en orden.
Así que he estado muda.
Y hoy... bueno, supongo que la química va desapareciendo de mi cuerpo poco a poco y me voy recuperando a mí misma en su mejor versión. Pero, sobre todo hoy, tengo tiempo y ganas. ¡Tiempo y ganas! Así que aquí estoy.
Hay muchas cosas que me gustaría contaros, mías y de L. Así que iré de a poquitos, de post en post a ver qué sacamos en claro.

Hace poco leí un folleto magnífico sobre el síndrome de Damocles (otro futuro post, no os lo perdáis) que incorporaba una entrevista a una mujer que había superado un cáncer. Toda la entrevista era maravillosamente optimista (igual que mi blog, jeje). Hasta que, en un momento dado, ella comentaba que los efectos emocionales que había tenido la enfermedad para ella debían ser motivo de una futura entrevista, en otra ocasión.
Me quedé con las ganas de que ella compartiera con todos las dificultades que se había ido encontrando en el camino. Pero como todo se quedó en una bonita, luminosa, pero incompleta entrevista; me gustaría contaros esos pequeños baches cotidianos que quizá a alguien le permitan no sentirse solo.